¿Qué haces? ¿Cómo estás? ¿Qué piensas? ¿Dónde miras? Se vuelcan las preguntas. Las preguntas aquellas que sembraban las noches y los días, que cuajaban palabras en el texto, que se abrían como flores en la tarde. Creyó que el sentimiento espantaría el sonido de la interrogación y un trasfondo algebraico, un murmullo aprendido, cubriría para siempre el invisible lazo. ¿Dónde vas? ¿Por qué eso? ¿Qué me dices? ¿Te enfadas? Se estiran las preguntas. Hay un rumor a sueño que ensucia el aire tibio y la atmósfera firme de las noches en vela. Y una necesidad de que se escriban besos, de que se aparte el miedo, de que se encuentre todo. Creyó que sus misterios eran correspondidos y que la mano firme que empuñaba el teléfono tenía sabor a rosas, a cristal deshojado. Se ha equivocado en todo. No hay razón que lo explique, ni circunstancia alguna, ni cambio, ni protesta. El vacío del buzón que no se abre. El hueco de la voz en la distancia. La risa que no suena. Se ha equivo
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