Ella era una cinéfila militante. Había nacido en el año cuarenta y eso debió imprimirle carácter. Era la época de las grandes divas y este tema no podía pasar desapercibido para una muchacha que vivía pared con pared con un cine-teatro que ofrecía sueños por poco dinero. Tenía una imaginación a prueba de post-guerra y soñaba con el último actor al que veía en la pantalla grande. Más que soñar, se inventaba una historia completa, al modo clásico, con planteamiento, nudo y desenlace. El desenlace era feliz, salvo en algunos casos en los que se imponía la nostalgia del alejamiento. Concesiones al neorrealismo. Los héroes del cine eran hombres de verdad y no como los que se encontraba en el paseo, por la Alameda, o en las orillas del río. Por cierto, que el río le dio disgustos a menudo, hasta que lo canalizaron y lo convirtieron en un río de mentira, un río sin corriente de agua, una especie de bañera flotante. Un asco. Las salas de cine tenían un misterio especial pero tambié
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