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Mostrando las entradas etiquetadas como Relatos

La otra Rebeca

Ella era una cinéfila militante. Había nacido en el año cuarenta y eso debió imprimirle carácter. Era la época de las grandes divas y este tema no podía pasar desapercibido para una muchacha que vivía pared con pared con un cine-teatro que ofrecía sueños por poco dinero. Tenía una imaginación a prueba de post-guerra y soñaba con el último actor al que veía en la pantalla grande. Más que soñar, se inventaba una historia completa, al modo clásico, con planteamiento, nudo y desenlace. El desenlace era feliz, salvo en algunos casos en los que se imponía la nostalgia del alejamiento. Concesiones al neorrealismo. Los héroes del cine eran hombres de verdad y no como los que se encontraba en el paseo, por la Alameda, o en las orillas del río. Por cierto, que el río le dio disgustos a menudo, hasta que lo canalizaron y lo convirtieron en un río de mentira, un río sin corriente de agua, una especie de bañera flotante. Un asco.  Las salas de cine tenían un misterio especial pero tambié

"Miradas" de María José Peña

  Es una buena idea que la portada del libro lleve la imagen de la autora. Su mirada. Porque la mirada de María José Peña es exactamente así: limpia, transparente, tierna, pero también misteriosa, llena de contrastes. Es una mirada observadora. Y en esa observación no solo hallamos la realidad, sino lo soñado o lo pretendido, la fantasía y la imaginación, lo cierto y lo dudoso. Un caleidoscopio tan fuerte como la vida, tan colorido como lo mejor de ella, tan diverso, tan exacto. Terminados los años en que los relatos se consideraban los hermanos pobres de la novela, como si escribir se pudiera hacer al peso, estamos viviendo una resurrección de estas historias breves, pero no insuficientes nunca.  "Miradas" es un conjunto de cuarenta y cinco relatos inclasificables porque tienen una cosa en común, su estilo literario tan especial, pero muchas diferencias. El relato es ese género literario que sirve especialmente a quienes son capaces de construir una historia pequeña, que e

Natsumi y el pez

Cumplir quince años es entrar en el reino del amor. Hasta entonces puedes preguntarte con auténtico interés qué es lo que se siente, qué pasa cuando te besan, en qué consiste ese cosquilleo del estómago, leve e impredecible… Pero no habrás tenido la oportunidad de sentirlo, si no contamos cosas como un devaneo sin importancia, algo carnal y que no puede confundirse con el verdadero amor.             A los quince años es otra cosa. Así lo entendió Natsumi, que quiso perpetuar su amor y el nombre de su amado, aunque éste no ha llegado hasta nosotros. Escribió una carta larga, llena de puntos suspensivos, palabras entrecomilladas y corazones pequeños y rojos. La leyó muchas veces antes de doblarla, pues no quería que las palabras expresaran cosas diferentes a las que ella quería decir. Después de todas esas veces comprobó que no era fácil expresar lo que sentía pero que, al fin y al cabo, sólo disponía de esas palabras para combinar y escribir. El tic-tac de su corazón se convirtió e

Los hombres airados

     (Lauren Bacall fotografiada por Nina Leen en 1945)       Algunos de aquellos hombres eran oficinistas y otros militares. Los había que trabajaban en astilleros, gente de la hostelería, peritos mercantiles, fotógrafos. También pequeños empresarios y comerciantes. Lo que no se encontraba era gente en paro. El paro no era una preocupación para aquellas personas que habitaban la calle, un mismo espacio geográfico en el que todos, o casi todos, se conocían desde siempre.  En las familias se producía una curiosa situación. Las mujeres intimaban entre sí, formaban un frente común ante los problemas, hablaban de casi todo y compartían dudas, café y risas. Los niños iban juntos al colegio, jugaban en la calle o en las huertas y celebraban los cumpleaños con piñatas y tartas. En el verano, volaban las cometas, que ellos llamaban barriletes, y cuando alguien de otra calle le pegaba a algún pequeño, a modo de legión romana todos se atribuían el derecho a la venganza. Por su

Un verano de cuento: Edna O'Brien

Las obras más conocidas de Edna O'Brien (Tuamgraney, Clare, Irlanda, 1930) son las que forman su Trilogía de las chicas de campo. Sin embargo, O'Brien es una cuentista muy notable. Y son sus cuentos, siempre protagonizados por mujeres, los que representan una visión muy cercana de la vida y de la naturaleza, de las relaciones humanas y los sentimientos.  Ella no se hace ilusiones con respecto a la gente. Sabe que, en un momento dado, habrá traiciones y desengaños. Los sintió ella misma. Gente que no acepta tu talento y que quiere cercenarlo. Personas que intentan imponerte sus ideas. Entornos claustrofóbicos, momentos desasosegantes. Hasta la propia naturaleza es, en sí misma, una enemiga de las emociones. Y el pasado es una losa y el futuro una incógnita, una dudosa reminiscencia de algo que no  ha llegado pero que se anuncia.  Los cuentos  tienen mucho de sí misma, de modo que, si lees también sus Memorias, verás en ellos desarrollados algunos argumentos que parten

Demasiado sentimiento

           Me pasa a menudo con las amigas. Tener amigas es muy difícil para mí, es más, no estoy acostumbrada a tenerlas. Mis amigas son eso, presuntas amigas, no amigas de esas que puedes molestar a cualquier hora con una llantina sobrevenida. No. Son amigas tan ocupadas que me tratan como si fueran un médico que reparte citas. No sé, pero me parece que eso no son amigas como las que veo en algunas películas: está la protagonista llorando, feísima, tirada en la cama, incluso borracha a base de gin tónics consumidos en la peor soledad, con la música a todo trapo ( y sin que ningún vecino proteste, que esa es otra) y entonces llama a alguien, una amiga y va la amiga y se planta en su casa. Hay ocasiones en que ni siquiera tiene que llamarla, sino que la amiga tiene un sexto sentido y se presenta en casa de la doliente sin avisar y en el momento justo.  Como las películas suelen ser americanas plantarse en la casa de alguien a cualquier hora tiene mucho mérito. Estado

"Amistad de juventud" de Alice Munro

Este es un libro de relatos que debería ayudar a que aquellos lectores que tienen prevención hacia ellos cambiaran de opinión. Es eso exactamente lo que me ocurrió a mí gracias a la lectura de los cuentos de Edna O`Brien ("Objeto de amor"), Mavis Gallant ("Cuentos"), Lucía Berlin ("Manual para mujeres de la limpieza"), A. M. Homes ("Días temibles") o Edith Pearlman ("Visión binocular"), entre otros. La creencia de que los relatos son novelas a medio hacer, literatura menor o historias en pequeño queda desterrada si lees cualquiera de estos libros. Un relato es una obra en sí misma, con su tempo, su estilo propio, su ritmo, su cadencia, su todo. Hay escritores de novelas muy estimados que han dado lo mejor de sí mismos en el relato. Es el caso de Antonio Muñoz Molina y "Nada del otro mundo". Alice Munro, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2013, es una maestra del relato. Ha escrito muchísimos y solamente una novela

"A propósito de las mujeres" de Natalia Ginzburg

Una vez yo paseaba por la carretera de la Estación y encontré en un lateral una especie de establecimiento que vendía cosas, un poco de todo. Al exterior se separaba por una cortina de cuentas de colores, de esas que suenan cuando las mueves. Eran colores fastuosos, brillantes, alegres, algunas cuentas parecían perlas y otras tenían un aire oriental muy llamativo. Me acerqué a la cortina y pasé mis manos por ellas. Eran las manos de una niña de ocho años y, al hacerlo, se oyó un suave tintineo, una música perfectamente organizada, como si alguien, una orquesta entera, entonara un himno. Entonces, sin apenas poder reaccionar, sin darme cuenta, alguien surgió de dentro de la tienda y mirándome con rencor evidente, un rencor que no entendía, yo, que era una niña de ocho años, entonces, me dio una bofetada. La bofetada paralizó la música, detuvo mis manos y su sonido metálico se impuso en el silencio de la tarde de mayo. Contuve la respiración y las lágrimas. Se conservaron dentro de lo

"Mágico, sombrío, impenetrable" de Joyce Carol Oates

Trece relatos. Trece historias para entender esa clase de vida que Oates retrata desde siempre. Trece puertas abiertas para analizar el miedo. El miedo a perderlo todo, el miedo a no ser nada. El miedo es la música que ahora interpreta la escritora norteamericana y esa melodía acaba sonándonos. Los relatos tienen argumentarios diversos pero dos elementos siempre comunes: el miedo, al fondo. La gentil escritura de Oates, en la superficie.  Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) tiene setenta y siete años y sigue enseñando en Princeton. La vida escolar, el contacto con los jóvenes estudiantes, la pone a cien. Hace que su universo se contagie de esa prisa cotidiana de un centro educativo. No contempla marcharse, salvo cuando sea inevitable. Al tiempo, escribe. Con una regularidad espartana. Con un trabajo de investigación previo que resulta envidiable. Planificación, búsqueda de fuentes, pistas, ciudades, personas, ideas. Todo ello se congela en sus ficheros hasta que

Todas las noches eran un sueño

Lo conocí en un cine de verano. Teníamos quince años. Era un cine de barrio, en una ciudad grande en la que había de todo, y sobre todo, gente con uniforme. Una ciudad de aluvión, una ciudad cuyas tradiciones estaban todas pegadas al mar y a la sal. La sal, en montículos uniformes, rodeaba su perímetro. Estaba cercada por el agua, como antes, en la historia lejana, lo estuvo por el invasor que vestía de azul y rojo y llevaba vistosos penachos blancos. El agua le daba su sentido y se transformaba según la estación del año y en ella nos mirábamos todos. El perfil de los barcos, las grúas de los astilleros, eran parte de su fisonomía y, desde lejos, viniendo desde el istmo, ya avistábamos su tamaño y nos reconfortaba pensar que eran nuestros. Una seña de identidad que el tiempo, traicionero, desmoronaría sin darnos tiempo a entenderlo.  El barrio era otra cosa. Se acostaba en la parte más antigua y lo salpicaban los sones de cantes ancestrales. Tenía hermosas casas bajas con grande

La princesa está triste

No sé por qué me he fijado estos días en la cara y el gesto de la princesa Masako. La heredera del imperio japonés aparece de vez en cuando en fotografías de prensa, en periódicos y en revistas ilustradas o en imágenes de la televisión. En todas tiene el mismo aspecto asustado, la cabeza inclinada, la mirada huidiza, la boca cansada, las manos acogidas en el regazo… Las princesas de este tiempo tienen todas un mismo aire de domesticación, de aceptación del destino, nada que ver con las de hace unos años: bellísimas actrices venidas a más; muchachas de sangre real que recorrían las playas de moda con playboys treintañeros; hijas o hermanas de reinas, de ojos color violeta, que se enamoraban de capitanes o fotógrafos… Ahora, hasta las princesas más contestatarias acaban sentando la cabeza y uniendo sus vidas a un Hannover cualquiera, de los que quedan sueltos en el Gotha.   Pero la pose de Masako no tiene nada que ver con esa asunción complacida de un destino superior, sino