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Mostrando las entradas etiquetadas como Microrrelatos

Las mujeres silenciosas de Anna Ancher

Un resplandor dorado contradice el aire callado, el silencio que suena. La habitación permanece a la espera de una buena noticia, una ventura. Las flores se reflejan en la luz de una ventana inexistente y el costurero se abre como una maravilla, un tesoro de hilos, de agujas y tijeras. Las manos se sitúan exactamente sobre la tela blanca y primorosa y ella guarda secretos que nadie más conoce, adornando el silencio con su mirada oculta. A veces una lámpara se enciende en cualquier parte. La ventana se agita y la flor envejece. La mujer se ha parado y se pregunta a solas de qué forma guardarse para sí ese descubrimiento que ha convertido en duda su esperanza. Así, sensatamente, sin tener que engañarse, sin miedos y sin dudas, ella sabrá seguir ese camino claro que acuñó sin quererlo muchos años pasados y escribirá su nombre en cualquier parte, sin permitirse volver el rostro ante el desconocido. Tantas veces la vida te enseña de repente que has gastado las horas en una antig

Él y ella

(Fotografía de Nina Leen, 1940)  Él era un hombre de mundo y ella de interior. A él le gustaba el brillo y a ella el matiz cansado de la oscuridad. Él tenía corbatas caras y un traje de Armani a rayas grises. Ella soñaba con verlo a la luz del día sin maquillaje. Él poseía muchas cosas y a mucha gente, pero nunca se consideró dueño de nada ni de nadie. Ella soñaba con él y con su aire de abandono cierto. Él tenía miedo a ser amado y ella a dejar de amarlo sin darse cuenta. Él era un vividor de buen corazón y ella una mujer que ocultaba un secreto. Él había subido muchos escalones y ella había tenido que bajar a los sótanos. Él disfrutaba la vida a ras de soledades y ella ansiaba conjurar el dolor a su lado. Él se sentía ajeno y ella no podía dejar de llevarlo dentro. 

Microrrelato de la casa recobrada

(William McGregor Paxton, 1914) Vuelves desconcertada y hallas casi en su sitio (alguien ha pasado el paño del polvo y ha movido las cosas) eso que, sin dudarlo, forma parte de ti como si fuera gente: tus libros del momento, tu música, tu sitio de escribir. Encuentras el abrazo, su abrazo, el que ahora tienes y que te hace temblar porque no reconoces otro calor que el suyo. Te guardas unas lágrimas en un rincón oculto y hablas de política para disimular. Tocas levemente tus libros y los colocas exactamente así, como te gusta, de manera que arropen el sitio en el que, cada día, escribes, como si este fuera un oficio y tú una trabajadora de las letras.  Luego, mientras el día se abre cada vez diferente, más o menos calor es la ecuación de ahora, despliegas la música que te emociona, abril se ha equivocado, la lluvia, el hielo abrasador, lo que te llega sin poder evitarlo. Donde tengo el amor toco la herida. Te preguntas alguna cosa sin querer detenerte mientras sacas de la m

No

Él le dijo: “Te quiero”, con su voz dulce y rotunda al tiempo. Ella lo escuchó con reverencia y tuvo miedo. Supo que, después de esa frase, corta y definitiva, ya nada sería igual. Ya no podría fingir indiferencia, no podría inventar risas, no podría dibujar palabras imposibles, no podría atesorar lágrimas sin que él lo supiera. No. Después de aquello no valdría nada, salvo enfrentarse a todo. Enfrentarse a su propio corazón y al suyo. Aunque él no lo sabía. No sabía la respuesta de ella e imaginaba que las cosas transcurrirían como otras veces. Juego, deseo, quizá un poco de amor pero no mucho, sexo, fuego que se va apagando, desamor, aburrimiento y lucha. Y el adiós. Ese laberinto de sus pasiones que se iba repitiendo una y otra vez. Esa acusación que todas le hacían de que jugaba con la vida. Ese cansancio de verse en una ruleta que ya nunca podría pararse.  Ella le contestó, mirándolo a los ojos: “No”. Y repitió despacio: “No”. “No, porque te quiero demasiado”. “No, porque

Microrrelato del amor olvidado

Así que eso era todo: decir adiós sin más, sin otra explicación que el cansancio del tiempo. Nada de aquella chica rubia, nada de aquellos ojos verdes, nada de mi mirada triste, nada de mi cansancio, nada de mí...No tuviste piedad y tuve que marcharme, oírte era un imposible sufrimiento. Dejar atrás el mar, dejar la infancia, dejar la casa, dejar el corazón, dejarlo todo… Ahora sé que mi cura no vino únicamente por las voces amigas o por la edad (tan sólo veinte años). Fue la quietud del campo, las luces de neón abandonadas, el suelo, tenso y tibio, el calor, las noches bañadas por un silencio fijo. Baeza me recibió como si yo misma fuera Machado, como si hubiera perdido a Leonor, como si tuviera que marcharme al exilio, como si mi madre preguntara entrando en la ciudad: "¿Llegaremos pronto a Sevilla?". Baeza abrió los brazos y entendió que llorara una semana entera, los siete días primeros de mi estancia, porque el amor se iba y yo no lo entendía.  Luego, vino

El patio de vecinos

Cada uno en su habitación, decorándola, llenándola de fotos, de ideas, de dibujos, de adornos...En la zona común, el patio, y, en el patio, los macizos de flores o los arriates con plantas olorosas...Cada uno en su habitación y, de vez en cuando, una flor que se agita y que queda sin hojas, una mirada no correspondida, un deseo insatisfecho, una risa que no tiene respuesta, una forma de hablar en voz muy baja, un encuentro feliz, la única manera de verse en mil años… Eso es internet. Un patio de vecinos virtual, en la que hay sentimientos, vanidades, orgullo, prejuicios, sentido, sensibilidad, mentiras, algunas verdades, esperas, búsquedas, razones...Cada uno cuida de su habitación y pretende que cuando alguien la visite se quede prendado de su olor, de su buen gusto, de cómo ha servido esa tacita de té a las cinco en punto de la tarde...Escribe la soledad...Porque, si tú estuvieras, el patio tendría la luz de tus ojos y no harían falta las palabras. (Fotografías de I