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Mostrando las entradas etiquetadas como Escritos

Patios

  Más que otra cosa, tenía grabadas el tacto de las piedras y el olor de las plantas. Pasaba la mano por la rugosa superficie de la pared y quedaban huellas en los dedos y en la palma, testigos de una acción repetida, que le traía esa tranquilidad de saberse en medio de una naturaleza conmovedora. Y las plantas desprendían el acre olor del agua mezclada con la tierra y la clorofila a sus anchas y el viento que movía las hojas y las desprendía a veces. Todo el patio tenía ese aire decadente de una película italiana con pocas pretensiones. Y luego estaba el banco. Sentarse en él era ya una odisea, porque estaba quejumbroso, callado y a falta de una buena capa de pintura. Su color había cambiado con el tiempo, como cambia el peinado de las mujeres y la risa de los hombres. Todo estaba hecho a la medida humana y por eso, quizá, a ella le gustaba tanto estar allí, separada del resto, como en un paraíso imposible de restaurar, como una foto antigua que tuviera tanto significado como las voce

Marylebone Village, la Triana de Londres

  Existe un barrio en Londres que condensa lo mejor de Inglaterra pero que parece un pueblo en sí mismo, algo diferente al resto, un reducto único y original. Es Marylebone. Marylebone Village es, para mí, la Triana de Londres. En él se condensa lo mejor de lo londinense y lo más especial de este enclave lleno de historia, de arquitectura y de tiendas de todas clases, por supuesto, de una gastronomía muy especial. Algo así le sucede a Triana, cada cual en lo suyo.  El caserío de la época georgiana se mantiene intacto, con sus características casas de tres plantas con bajos llenos de comercios y mucho verde. El rojo del ladrillo se une a remates fantasiosos a modo de cornisas, torreones, cresterías, todo un mundo fantástico que recuerda la alegría de aquella época. Si paseas por allí vas a encontrarte toda clase de establecimientos y una cierta tranquilidad diferente al barullo de otras grandes avenidas. Como si hubieras recalado en un universo diferente. No es silencio, es el remanso d

Rocío

  Tiene la belleza veneciana de las mujeres de Eugene de Blaas y el aire cosmopolita de una chica de barrio. Cuando recorríamos las aulas de la universidad había siempre una chispa a punto de saltar que nos obligaba a reír y, a veces, también a llorar. Penas y alegrías suelen darse la mano en la juventud y las dos conocíamos su eco, su sabor, su sonido. Visitábamos las galerías de arte cuando había inauguración y canapés y conocíamos a los pintores por su estilo, como expertas en libros del laboratorio y como visitantes asiduas de una Roma desconocida. En esos años, todos los días parecían primavera y ella jugaba con el viento como una odalisca, como si no hubiera nada más que los juegos del amor que a las dos nos estaban cercando. La historia tenía significados que nadie más que nosotras conocía y también la poesía y la música. El flamenco era su santo y seña y fue el punto culminante de nuestro encuentro. Ella lo traía de familia y yo de vocación. Y ese aire no nos abandona desde ent

Días de libros sin rosas

Hubo un tiempo, creedme, en que yo era visible. Tenía incluso cierto status, un buen cargo, gente que me hacía la pelota continuamente y algunos que, me parece, sentían de verdad algún aprecio. También la legión de envidiosos, pero esa me ha acompañado siempre, son, en realidad, mis queridos envidiosos de toda la vida.  Tenía, sobre todo, una persona a mi lado con la que compartía el territorio salvaje de la vida, lo inexplorado y lo seguro. La persona murió y entonces yo me convertí en invisible. Nunca más he tenido esa luz que me adornaba cuando estaba segura de las cosas y no tenía más miedo del normal. Después de su muerte llegó la pandemia y todo se tiñó de un terror de película de catástrofes, un Aeropuerto de grandes dimensiones. Si él hubiera estado todo habría tenido un desenlace diferente pero a su ausencia se unió la incapacidad de reaccionar a un entorno hostil y desconocido. La invisibilidad ha pasado a ser mi santo y seña.  Hubo un tiempo, creedme, en que el Día del Libro

“Llegamos por ti a Sevilla...“

  La suerte quiso que cuando decidí volar llegara a La Puebla del Río. Con mi título de maestra y muy pocos años, apenas experiencia y todo el día ocupado. La Puebla es el reino de la música, todas las músicas navegan por sus calles, se asoma a su río, que es el río de todos en Andalucía, traspasa el camino hacia Huelva por el Coto Doñana y, en suma, llega a ser sinfonía. Mis años en La Puebla me convirtieron en una eterna admiradora de su compás, su ritmo, sus cantes. Sueño con esos años y veo las calles de La Puebla, con el suelo lleno de jazmines y de ramas de olivo, con olores especiales que vuelven una y otra vez a mi imaginación, con miradas y sonrisas que nada borra. Las cosas que salen en tus sueños son las que permanecen en ti y por eso, de todos los lugares en los que he estado, siempre es La Puebla la que aparece, porque fue un paraíso, porque fue el paraíso y porque, aunque me fui, nunca me marché.  Irme a los cuatro años de llegar forma parte de mi permanente plan de huida

Cuidar un jardín, recordar un abrazo

 Las flores amanecen contigo. Te levantas de la cama y las observas. Ellas han madrugado más que tú. Suspiras. Respiras. Las observas. Tienen un aire de seguridad en sí mismas que te deja extrañada. Te agachas y coges del suelo las hojitas que se han caído. Sopla un viento sencillo y respetuoso que las deja tranquilas durante mucho rato. El viento es aquí un vecino a veces amable y otras veces terrible. Cuando irrumpen en medio del calor, lo agradeces, le susurras unas gracias imperceptibles. Pero el viento caliente te pone nerviosa, te obliga a concentrarte en una música relajante o te lleva hasta los bordes de la piscina, donde el sonido del agua y su frescor actúan de bálsamo. Agua, sol, viento, aire, cuerpos, palabras, recuerdos, tus abrazos.  Miras las flores con toda tu atención. Sus colores parecen haberse elegido para combinar un cuadro impresionista. Tú y el impresionismo tenéis una asignatura pendiente. Las vanguardias y el arte contemporáneo te deslumbran. Muchas veces añora

La construcción del relato en la ruptura amorosa

Aunque  pasar por un proceso de ruptura amorosa es algo que ocurre a la inmensa mayoría de las personas a lo largo de su vida no hay un manual de actuación y lo que suele hacerse es más por intuición, por necesidad o por simple desesperación. De la forma en que se encare una ruptura dependerá en gran medida la manera en que la persona afectada continúe afrontando el reto de la existencia. Y en muchas ocasiones un mal afrontamiento determinará secuelas que pueden perdurar más allá de lo necesario y de lo deseable.  Esto es particularmente cierto en el caso de los jóvenes pero no son ellos los únicos que ante una situación parecida se encuentran perdidos, con ese aire de expectación desconcentrada, como si en un combate de boxeo a uno de los púgiles le hubieran dado un golpe certero que a punto ha estado de mandarlo al K.O. Incluso cuando las relaciones vienen presididas por la confrontación, cuando se adivina desde tiempo atrás que algo no encaja, la sorpresa del que se ve aban

Oh, esa chica

  /Chica americana en Italia. Ruth Orkin/ Una vez saqué un billete de tren de esos que van a todos los lugares y me subí en mi estación amiga, la de al lado de casa, aquella a la que solía ir cuando esperaba a alguien o cuando no esperaba, y me marché en busca de alguna aventura que levantara el tedio del verano, un verano muy metido en levante, un verano que obligó a que la Virgen del Carmen se quedara en el puerto y no pudiera cruzar los fiordos atlánticos de los azules esteros que rodeaban mi casa.  Saqué un billete de tren y era la primera vez que iba a viajar sola, sin primas, sin amigas, sin familiares y sin chico. Esperaba que todos me dejaran tranquila y que el chico, uno nuevo, apareciera en cualquier recodo, cafetería, autobús o parque. Entonces yo era muy de parques, muy de andar, muy de subir y bajar escaleras, muy de escalar el mundo en tren o en autobús. Y muy de iglesias. Entraba en las iglesias a descansar, a dejarme llevar por su silencio, por su especial atmósfera, y

Extranjera

  Nina Leen, Roof Sunlamps, Senator Hotel, Atlantic City, 1948. © Time Inc. Un día descubres que estás fuera de todo para siempre y que eso no es una circunstancia, sino una manera de estar, de ser, de vivir. No puedes evitarlo, no es mérito alguno, no depende siquiera de ti. Es, más bien, algo que va contigo, que no tienes intención de sacudirte porque sería inútil completamente. Y hay momentos en que pensaste que esa extranjería vital era cosa de la niñez, de la adolescencia, de la juventud. Que la madurez lograría situarte dentro de esa esfera que es la vida tal y como los demás la disfrutan, la conciben, la muestran. Pensaste en que la próxima vez las cosas irían mejor. Que en tu nuevo destino, en tu nueva situación, en ese nuevo lugar, todo sería distinto. Que algo sea distinto es un objetivo que no puedes dejar de lado. Pero recuerdas, una y otra vez, las frases del Buscón, y las tienes a mano para ilustrarte, para abrirte los ojos: "Y fuéme peor, porque no muda de condición

Un aire del pasado

  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz) Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  Aquel verano fue el último antes de separa

La paz es un cuadro de Sorolla

  (Foto: Museo Sorolla) La paz es un patio con macetas con una silla baja para poder leer. Y algunos rayos de sol que entren sin molestar y el susurro genuino del agua en una alberca o en un grifo. Y mucho verde y muchas flores rojas, rosas, blancas y lilas. Y tiestos de barro y tiestos de cerámica. Colores. Un cuadro de Sorolla. La paz es un cuadro de Sorolla.  Dos veces tuve un patio, dos veces lo perdí. Del primero apenas si me acuerdo, solo de aquellos arriates y ese sol que lo cruzaba inclemente y a veces el rugido del levante y una pared blanca donde se reflejaban las voces de los niños y una escalera que te llevaba al mejor escondite: la azotea, que refulgía y empujaba las nubes no se sabía adónde. Un rincón mágico era ese patio, cuya memoria olvidé, cuya fotografía no existe, cuya realidad es a veces dudosa.  Del segundo jardín guardo memoria gráfica y memoria escrita porque lo rememoro de vez en cuando, queriendo que vuelva a existir, queriendo que las plantas revivan y que la

E de Elvira

/Sophia Loren/ Elvira era una artista de cine. Tenía la figura, el rostro y el gesto adecuados. Tenía, sobre todo, el aire desvalido, la soledad y la ausencia precisas. Un pasado triste, una orfandad inexplicable y una familia extraña. Era una de esas niñas intermedias que no interesan a nadie y una joven con la mirada puesta en otras cosas, más allá del colegio y de los chicos. Por eso quizá pasó tantas horas en la sala de cine que tenía junto a la casa, esa casa familiar, blanca, casi georgiana, que se volcaba al Atlántico y que recibía el viento del sur con una elegancia única. El cine era su mayor bien y su mayor medicina. Las tristezas se volvían transparentes y las horas pasaban con una calculada rapidez. El desenlace de la película de espías o de miedo, el muchacho que cabalgaba con ese aire cansado que a ella le recordaba a alguien o el The End sobrevenido en el mejor momento, todo eso era parte de su biografía y así la transmitió a sus hijas con tanto lujo de detalles que toda

Curso de verano

  /Campus de Northwestern University/ Hay días que amanecen con el destino de hacer historia en ti. No los olvidarás por mucho tiempo que transcurra y esbozarás una sonrisa al recordarlos: son esos días que marcan el reloj con un emoticono de felicidad, con una aureola de sorpresa. He vivido mil historias en los cursos de verano. Durante algunos años era una cita obligada con los libros, la historia o el arte, y, desde luego, de todos ellos surgía algo que contar, gente de la que hablar y escenas que recordar. El ambiente parece que crea una especialísima forma de relación entre los profesores y los estudiantes, de manera que no hay quien se resista al sortilegio de una noche de verano leyendo a Shakespeare en una cama desconocida. Aquel era un curso de verano largo, con un tema que a unos apasionaba y a otros aburría, en una suerte de dualidad inconexa. Sin embargo, el plantel de profesores no estaba mal. Había alguna moderna con ínfulas, que este es un género repetido, y también uno

La primera vez que fui feliz

  Hay fotos que te recuerdan un tiempo feliz, que abren la puerta de la nostalgia y de la dicha, que se expanden como si fueran suaves telas que abrazaran tu cuerpo. Esta es una de ellas. Podría detallar exactamente el momento en que la tomé, la compañía, la hora de la tarde, la ciudad, el sitio. Lo podría situar todo en el universo y no me equivocaría. De ese viaje recuerdo también la almohada del hotel. Nunca duermo bien fuera de mi casa y echo de menos mi almohada como si se tratara de una persona. Pero en esta ocasión, sin elegir siquiera, la almohada era perfecta, era suave, era grande, tenía el punto exacto de blandura y de firmeza. Y me hizo dormir. Por primera vez en muchas noches dormí toda la noche sin pesadillas ni sobresaltos. La almohada ayudó y ayudó el aire de serenidad que lo impregnaba todo. Ayudaron las risas, el buen rollo, la ciudad, el aire, la compañía, el momento. No hay olvido. No hay olvido para todo esto, que se coloca bien ensamblado en ese lugar del cerebro

Siempre quise vivir en una plaza

  Siempre quise vivir en una plaza. No sé si tuvo algo que ver en eso la querencia familiar por cierta película en la que la protagonista vivía en una plaza de Londres, cercada por la niebla, vecina de una anciana pizpireta que hacía demasiadas preguntas y que, al final, ayuda a que todo se solucione y a que el malvado Charles Boyer reciba su merecido y triunfe el amor entre Ingrid Bergman y el bueno de Joseph Cotten. Aunque Cotten, todo hay que decirlo, luego nos puso los pelos de punta cuando decidió cortejar a viudas ricas y cargárselas, todo ello al son de una música terrible. No es como esta música de The Cramberries que suena ahora y que inunda, totalmente, el maravilloso piso de Meg Ryan en Tienes un email. Hay que ver lo que es el cine... Se convierte en tu paisaje y terminas siendo un personaje más o un espectador privilegiado.  Siempre quise vivir en una plaza. Mi calle de la infancia era, a mí me lo parecía, bulliciosamente alegre y había siempre un sol que la atravesaba, in

Elegantes

  He encontrado esta foto en una red social. Me ha hecho pensar, recordar, escribir. Aparentemente solo son personas que están tomando algo en una calle de Londres, en una terraza de mesas verdes y sillas que parecen bastante incómodas. Aquí en primer plano un señor mayor. En segunda fila una pareja que está comiendo algo. Más allá otro señor. El señor mayor tiene un libro en la mano, está leyendo. En la silla de al lado hay más libros y lo que parece ser otra bolsa también llena de libros. No hay nada en la mesa, acaba de llegar o no ha pedido nada. Está absorto en la lectura. Lleva gafas de montura negra. Está concentrado absolutamente en lo que lee. La distancia nos impide ver de qué libro se trata.  El hombre mayor va muy bien vestido. Pantalón gris de raya bien planchada, una camisa clara, una chaqueta azul. Lleva calcetines azules y unos mocasines negros bien limpios. Es un hombre elegante y su elegancia no es afectada, no es cursi, no es presuntuosa, sino natural. Es elegante la

Nieva sobre la Toscana

Esta tarde, las tres, que somos tan distintas, hemos escrito versos sobre el mantel de flores. Las tazas blancas del café, las cucharillas, el sonido rítmico del agua a un costado, todo eso ha sido el telón de fondo de nuestro imaginario viaje. Hemos llegado a la Toscana al ritmo de esos versos. Los versos de catorce sílabas y, aunados, tres corazones diferentes con la intención de verter algo de desconsuelo y recoger sonrisas.  Hemos imaginado que la calle, cubierta de flores y de plantas aromáticas, se abría a nuestros pies en forma de sorpresa. Y que una puerta verde surgía en el fondo y que, dentro de ella, el aroma suave de un pastel recién hecho, abrazaba los cuerpos abiertos a la vida. Así las confidencias han trepado sin duda sobre ventanas que nunca cerrarán sus postigos y podremos escribir lo que somos sin miedo que una daga cruce nuestro anhelante corazón.  Esta tarde, las tres, con el miedo a lo duro de la vida, hemos volcado sobre la mesa de madera, el sueño

Retrato de madre con libro al fondo

(Fotografía de Frances McLaughlin-Gill) La madre tenía siempre un libro en la mano y una película en la cabeza. Las dos aficiones, lectura y cine, las llevaba tan dentro que hubiera querido ser Lady Rowena o Scarlet O`Hara. A veces lloraba con los melodramas, pero disimuladamente. Y otras veces se enzarzaba en una discusión sobre el final de un libro que no le parecía apropiado. Sus libros llevaban su nombre en la primera página, el día en que empezó a leerlo y, al final, un pequeño comentario. Unas pocas frases lograban resumir todos los pensamientos que acudían en tropel cuando leía. Su imaginación era desbordante. Podía inventar vestidos, muñecas e historias para contar en las noches de tormenta. No tenía miedo a nada. Se sabía de memoria los argumentos de las películas como si ella hubiera sido la guionista. Y conocía a los actores y actrices, a los directores, y también los cotilleos del rodaje: tal o cual enamoramiento, tal o cual rencilla. Los libros le permitían tener

La calle secuestrada

  En mi calle solo había calle. No recuerdo zonas infantiles, ni carriles bici, ni areneros para los niños, ni instalaciones deportivas, ni pasos de peatones con mortadelos, ni semáforos, ni policía de proximidad, ni supermercados, ni alumbrado navideño...Era solo calle y estaba rodeada, del curioso modo en que allí las cosas existían, por huertas, salinas, estaciones de tren, cines de verano y mar. El mar era lo más lejano y, aun siendo un océano, muchos pensábamos que esa distancia era infinita. No podía asaltarnos la fuerza de un maremoto, porque el mar era una cosa lejana. Antes de él, a modo de antesala, de recuerdo y de embajadores, estaban los esteros, que eran mar salada, demasiado salada para mi gusto, impregnados de sepina, de toda clase de olores y llenos de peces y, de nuevo, de sal.  Los montículos de sal rodeaban la calle por el lado de las salinas y las huertas estaban en la otra orilla, como si el mar y el campo tuvieran ahí un punto de unión. No recuerdo de quién era l