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Mostrando entradas de marzo, 2018

La mecanógrafa

    R ecorría la calle todas las mañanas, primero hacia un lado, luego, hacia el otro. A primera hora podía oírse el sonido de sus tacones por la acera derecha, cuando se dirigía apresurada a la oficina de compraventa de coches que había cerca de la iglesia. Se llamaba Lucy y era muy joven. Había aprendido mecanografía en la Academia de Don Manuel y era una experta en pasar el carro a toda velocidad. Sus manos eran muy cuidadosas colocando el papel, porque ya se sabe que esta es una operación que requiere pericia. No tenía faltas de ortografía y sus jefes se fiaban totalmente de ella cuando le dictaban alguna carta. Siempre tenía claro de qué forma abordar los pedidos, las reclamaciones de deudas, las peticiones de material...Era una mecanógrafa perfecta que nunca dio ningún motivo de queja y que tenía las condiciones para ascender, incluso a jefa general, cuando llegara el momento.       P ero un día faltó a su cita. No se oyó el taconeo habitual ni se vio su imagen menuda, vest

La maestra

    T enía una voz asombrosa. Un punto chillona, pero, en muchos momentos, cálida y firme. Te daba seguridad oírla, era el elemento que cohesionaba el aula, la perfecta directora de una coreografía diaria que convertía a las niñas en actrices de una película sin guión. Iba tan bien vestida que parecía una actriz. Las rebecas de punto, las faldas tubos, los jerseys de cuello a la caja. En los tiempos de calor, unas blusas de colores pastel con adornos de pequeños encajes y otras fruslerías. Zapatos de tacón, bien asentados en el suelo, firmes pero sonoros. Tac, tac, tac, repiqueteaba a su paso. Tac, tac, tac, movía las piernas con un ritmo envidiable.  D ebía ser guapa aunque no se casó. Tuvo un novio de muchos años, un novio fotógrafo que no estuvo a la altura. Ella era más lista, más inteligente, más lúcida y más atrevida. Así que el novio se convirtió en una sombra, primero, y luego en una ausencia. El recuerdo de sus manos es el más latente: unos dedos perfectos, que agarraban

"El cielo es azul, la tierra blanca" de Hiromi Kawakami

Esta es una historia muy sencilla. Su exotismo tiene que ver con el lugar en el que transcurre. Pero los sentimientos son universales, tanto que forman parte de la vida desde siempre, en cualquier sitio. Y de la literatura, como reflejo de la existencia. Una mujer se enamora de quien fue su maestro. Así lo llama, maestro. Y en cierto modo lo es, porque ese amor, correspondido, dibuja de nuevo los objetos y la vida, los convierte en algo diferente, los enuncia y define como antes no habían existido.  Ambos viven la historia de forma distinta, porque para él es su último tren y para ella su tren más especial. Así suele ocurrir con el amor, que aparece cuando no debe y hacia quien no nos conviene.  Los dos comparten momentos especiales. Los ritos habituales se trastornan y son otra cosa, tienen otro sentido. Un tranquilo día de mercado es un estremecimiento único para ellos. Una fuerza hace que se levanten y se hallen, también que descubran lo que va a unirlos a pesar de dolor

Mirándote

Te recuerdo en la noche: eran tus ojos. Atraviesa las horas y convoca los días porque así lo quisimos, los dos en esta orilla. El puente rezumaba calor y los barrotes tenían el aire lento de los sueños. Nuestros pasos ardían. Todo incendiaba el mundo. El anuncio llegó sin que supiéramos qué gesto componer, aunque era fácil. Una pregunta solo. Una respuesta. La evidencia nos dejó sin palabras. Bastaron los abrazos. Bastó el beso. Y mirándose al cabo de la calle, en el umbral del río, la cinta plateada al borde de los pies, todo quedó acordado en un minuto. Aquí los dos, aquí la más clara promesa que el tiempo no la borre, que no la acabe el tiempo, que el tiempo no termine. Nunca supe que entonces el tiempo nos mentía. El tiempo nos dejó sin terminar la historia. El tiempo fue la causa y ahora dime qué queda, si no es el puente, con su ardor imposible, si no es el río, con su perfil quebrado hasta los huesos. 

Nunca contigo

Esas tardes de compras por el centro, en el acicalado tiempo que prepara la dicha, recorriendo las tiendas de la mano, sonriendo quizá y deteniéndose allí, en un escaparate. Él dirá entonces, quieres esto y ella, la mujer de ese momento, contestará que sí, que le gusta, que le encanta esa joya o ese foulard o ese vestido azul. Y reirán en el probador. Y se besarán en la puerta de la tienda.  Esas noches de viernes con la cena dispuesta en un buen restaurante. Un lugar de banquetas altas, de pequeños trozos de comida en platos grandes. Esas horas que anteceden la madrugada en las que él la mira y ella, la mujer de esa noche, se ríe con suficiencia. Es suyo. Y luego, en la hora de las copas, brindando con gin tónic en copa de balón. Y se besarán a la salida de un local en el que debería haber humo si las cosas fueran como deben.  Esos domingos al mediodía en los que el almuerzo se convierte en una fiesta. Un almuerzo preparado, presentido, agasajado, lleno de matices. Un almue

Culpable de tristeza

(Henriette Theodora Markovitch. Dora Maar. 1907-1997) Ella era una joven intensa y generosa. Tenía talento. Posaba su mirada en cualquier cosa y la cosa se abría como una flor. Podía comerse el mundo con sus manos. Tenía el encanto de la inteligencia y la ingenuidad de quien es inocente pese a todo. Ella estaba camino de alcanzar esa felicidad de darlo todo. De ofrecerle a los otros lo que era, a modo de collage, fotografía, cualquier asunto convertido en arte.  Pero lo conoció. Tuvo la mala suerte de que el destino lo pusiera delante y ya nubló su vista y ya no pudo ver sino su sombra. Dejó de lado los pinceles y la cámara, lo arrumbó todo. Se sentó a esperar en el silencio que él la viera, que él la mirara, que él la recorriera, que él la sintiera, que él la salvara o, al menos, que no la castigara demasiado. Tiró por el bajante de los sueños todo lo que su vida había previsto. Y pasó de ser una dulce mujer con ojos sonrientes a la persona triste que daba grima al verla,

La censura de la palabra

A los doce años leí a D. H. Lawrence. Naturalmente a escondidas. Mi casa no se caracterizaba por ningún fundamentalismo pero fue una acción preventiva. Forré El amante de Chatterley con papel de colores y lo mismo hice con Mujeres enamoradas y con Hijos y amantes. Conocí a Connie y su búsqueda del amor pasional, ese que no admite demora en la imaginación de los que sienten la  sangre  joven correr por sus venas. Conocí a Mellors y su especialísima forma de vivir el sexo y el encuentro amoroso. Conocí la frustración de Lord Chatterley, el miedo de otros y la obsesión de algunas. Conocí la hipocresía de los que censuraron el libro y la falta de imaginación de los que convierten en pornografía sin entenderlo.  No fue el único caso en que una posible censura, que quizá era fruto de mi imaginación, o la necesidad de leer cuando debía estar estudiando sesudos textos académicos, me llevó a camuflar mis lecturas. Y, aún más, proteger mis Diarios y mis cuentos, todas las historias que es

Hombres malos

Cerró el teléfono y sintió el dolor. Justo ahí, en la boca del estómago. Parecía que iba a subirse arriba, en forma de náuseas, como una oleada de malestar que no podía detener. Repasó las palabras que él había pronunciado con indiferencia, como si no significaran nada. Las palabras que contenían sus planes próximos, su viaje de vacaciones con una mujer, su acostumbrada frivolidad para decir que no tenía más remedio que hacerlo, que lo invitaban, que eran compromisos. Su habitual manera de aparecer como una víctima de las circunstancias, alguien que se ve obligado a disfrutar de la vida contra su voluntad. Los imaginó entonces riendo, haciendo fotos y subiéndolas a las redes, allí en esa ciudad que recorrerían del brazo, ajenos a todo, ajenos a ella y al dolor que le recorre la espalda sin tregua.  Cerró el teléfono y se dejó caer en una butaca junto a la ventana. A través de la calle veía la quietud de la mañana de domingo. El suelo húmedo de la lluvia, los árboles silenciosos

"La llamada de la tribu" de Mario Vargas Llosa

La autobiografía intelectual del Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa es el sentido último de este libro. Un recorrido que se realiza partiendo de aquellos pensadores que contribuyeron, según reconoce él mismo, a la conformación de su ideología política, social y económica. A cada uno de ellos dedica un capítulo: Adam Smith, Ortega y Gasset, Frederick von Hayek, Karl Popper, Isaiah Berlin, Raymond Aron, Jean-François Revel. Antes de eso, un pormenorizado capítulo de introducción explica sus intenciones y su recorrido vital desde las primeras posturas juveniles hasta la actualidad.  Vargas expresa en una frase lo que será su pensamiento futuro: “Odio a los dictadores”. La situación de su Perú natal le influyó poderosamente a través de la lectura de La noche quedó atrás, de Jan Valtin, que leyó en 1952. Su primera militancia fue en el Grupo Cahuide (de ideas comunistas) en la Universidad de San Marcos, pública, popular y revolucionaria, según afirma. Las lecturas de Sartr

Dieciséis libros escritos por mujeres

 Entre los años 2016 y lo que va de 2018 he leído un número enorme de libros escritos por mujeres. No me había  ocurrido algo igual en toda mi vida de lectora. Sea porque las editoriales, al menos las que frecuento, han decidido apostar por ellas; sea porque yo misma, como lectora, siento que he encontrado voces que me atraen y me interesan, sea cual sea el motivo, esta es la realidad. Aquí una pequeña muestra de lo que afirmo. Solo aparecen recogidas las lecturas hechas a través del e-book. De todas ellas escribí reseñas en este blog, aunque, me temo, que esas reseñas sean casi invisibles, por no decir invisibles del todo, en el intrincado laberinto de la literatura, lleno de blogs, de páginas especializadas y de periódicos que recogen opiniones o vivencias sobre la lectura misma.  "Como una extraña" de Rachel Abbot , editado en 2016 por Siruela y traducido del inglés por Eva Cruz.  "Apropiación indebida. Una novela sobre el amor" de Lena Andersson , ed

Dos pasos por detrás de ti

(Pedro Luis Raota, Argentina. 1934-1986) Dicen que en algunas culturas las mujeres caminan detrás de los hombres, no porque los persigan ardorosamente, sino porque ellos se consideran superiores y las mujeres son una especie de apéndice doméstico. Ser mujer en esos países tiene que resultar difícil, si no imposible. En el exótico Japón, una niña no puede ser emperatriz por derecho propio, sino, simplemente, consorte. Por eso la princesa Masako se mustia entre las paredes del palacio imperial y ve crecer a su hija sin derechos. No sé si, en el concierto de las naciones, algún jefe de algo recriminará a Japón que mantenga esta tradición. Hay lugares en los que las mujeres permanecen ocultas, detrás de celosías, de velos o enrejados. Esas mujeres no se pueden permitir la cosa frívola de maquillarse, de vestirse con colores alegres y de mostrar su rostro. Si una mujer enseña sus facciones, entonces atenta gravemente contra la dignidad de su marido. Son las mujeres de interior, l

Me dices que te cuente

(Katharine Cooper, Sudáfrica, 1978) Contar viene de cuento y de relato. Contar números es relatar la historia de un problema de matemáticas. Las niñas que cuentan cuentos algún día escribirán historias. Cuento, relato, historia. La palabra. La niña vuela cometas, corre por las huertas, recoge caracoles, colecciona gusanos de seda. La niña se peina en la azotea, rebusca en el verdín, se esconde del levante. La niña camina a saltos, pisotea los charcos y levanta nubes de polvo con los pies descalzos. La niña inventa una aventura, observa las formas que la pared dibuja, se lanza a la escalera de dos en dos los pasos.  La niña, de mayor, escribe cuentos, relata sensaciones, llena cuadernos de frases cortas y largas, enhebra las agujas del recuerdo, remoza la nostalgia, anuda sentimientos, alegra sensaciones, mira hacia un lado y otro encontrando la música de cuanto le acontece. La niña derrama, de mayor, tesoros. Solamente los corazones limpios pueden recibir la lluvia fina de